“¡Ay, bendito! ¿Otra vez para la iglesia?” Por Mercedes Cordero
Ésa era mi queja a cada rato, y tenía una lista ensayada de excusas para no asistir: “Es que tengo examen mañana”, “Tengo un proyecto para mañana”, “Un grupo de mis amigos se va a reunir para estudiar/hacer un proyecto”, “En la escuela me dieron duro hoy, y estoy cansada”. Para lo que mis padres tenían una lista de respuestas: “Tú sabías que tenías ese examen desde la semana pasada. ¿Por qué no estudiaste con tiempo?”, “Ese proyecto no fue hoy que te lo asignaron. La próxima vez comienza a hacerlo desde que te lo digan”, “Ah, pues qué bueno que tus amigos se reúnan. Tú vas para la iglesia”, “Tiempo de más vas a tener para dormir y descansar cuando lleguemos de la iglesia”. Y sin más, nos íbamos para la iglesia.
Entre la edad de 12 y 18 años, ir a la iglesia era latoso para mí. Íbamos todos los domingos por la mañana y por la noche; los martes al estudio bíblico; los jueves al servicio de oración; y ni hablar de los fines de semana en los que había aniversario, campañas o actividades en el templo. “¿Pero se van a seguir inventando cosas para tener que ir a la iglesia?”, pensaba. En aquel momento no podía ver la importancia de asistir al culto ni podía entender la insistencia de mis padres de que fuéramos con ellos siempre.
Con el paso del tiempo, Dios se encarga de llamarnos eficazmente para salvación, y comenzamos a crecer en Él y a ver las cosas de otra manera. En la adolescencia, difícilmente podemos ver la importancia de asistir a la iglesia, y mis padres sabían esto, pero se encargaron de hacer hincapié en que por encima de todo lo que nosotros consideramos importante está la obediencia a la Palabra de Dios. Y eso se lo aplicaban a ellos y a mis hermanas y a mí.
Como padres, ellos conocían bien su responsabilidad delante de Dios de criarnos e instruirnos con una base firme en la Palabra. Esto comenzaba en nuestra casa y se solidificaba en los cultos de la iglesia. De esta forma, aprendí dos cosas muy importantes que espero poder enseñar al hijo o hijos que Dios nos conceda.
Primero, aprendí lo esencial: que, por encima de todo, es a Dios a quien debemos obediencia, y, luego, a papi y a mami. Dios manda en su Palabra a que nos congreguemos. ¿Cuántas veces a la semana? No especifica, pero desde pequeña aprendí que siempre que uno tenga la oportunidad de asistir a un culto de la iglesia debe aprovecharla porque, definitivamente, mejor es un día en la casa de Dios que mil fuera de ella. En los cultos le rendimos a Dios la gloria y el tributo que Él merece, y crecemos en el conocimiento de Dios y su Palabra. ¿Habrá algo más importante que esto?
Segundo, aprendí que mi iglesia es mi familia, que el amor de Dios que nos une es mucho más fuerte que cualquier lazo que nos una con otras amistades. Nuestros hermanos de la iglesia lloran con nosotros en nuestro dolor, ríen con nosotros en nuestras alegrías, nos aconsejan, nos animan, oran por nosotros, se preocupan por nosotros. Nos aman y así lo demuestran.
Mi oración es fomentar en mi hijo desde pequeño la importancia de asistir a los cultos de la iglesia en obediencia a la Palabra y porque es una bendición para la familia y para cada uno individual. El día que me ponga excusas, respiraré profundo y sacaré, quizás, una respuesta de la lista que tenían mis padres porque, a pesar de lo reacia que estaba en aquella época, el resultado final valió la pena.