“No salga de vuestra boca ninguna palabra mala, sino sólo la que sea buena para edificación, según la necesidad del momento, para que imparta gracia a los que escuchan.” -Efesios 4:29
Para hablar de este tema yo tengo mis credenciales. Fui criado en un ambiente donde se hablaban todas las malas palabras y maldiciones imaginables, las cuales aprendí bien. Y entrando a la adolescencia, equivocadamente pensaba que decirlas me hacía sentir o lucir ante los demás como más machito. Afortunadamente, cuando el Señor llegó a mi vida y me hizo nacer de nuevo, ese hábito pecaminoso de mi vida cambió milagrosamente. No puedo decir que soy perfecto en esto, pero puedo asegurar que ha sido una rarísima excepción que se me haya zafado alguna. De esto pueden dar testimonio mi esposa, hijos y todo el que haya tratado conmigo.
Debido a esto tengo que confesar lo chocante que me resultan las malas palabras, sobre todo cuando son proferidas por cristianos, y más lamentablemente por compañeros ministros. Por otra parte, también tengo que confesar mi admiración y respeto por aquellos cristianos y ministros que tienen esta área de sus vidas bajo lo que constituye la ética cristiana de la comunicación.
Ahora bien, en honor a la verdad tenemos que reconocer que limitar este pasaje a las malas palabras no le hace justicia al texto bíblico. Tenemos que considerar este asunto dentro del contexto más amplio:
- Lo que revelan nuestras palabras – “de la abundancia del corazón habla la boca.”
- Las consecuencias de nuestras palabras – edifican o destruyen, bendicen o maldicen, ofenden o animan.
- La intención de nuestras palabras - por qué decimos lo que decimos.
- Lo oportuno o inoportuno de nuestras palabras – hay que saber cuándo hablar y cuando callar.
- Lo adecuado de nuestras palabras – si son conforme a la palabra de Dios, y si sirven a la necesidad del oyente.
- La naturaleza de nuestras palabras – corrompidas o buenas.
Pero, sobre todo, nuestras palabras hablan de nosotros mismo y de nuestra madurez cristiana: “Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto, capaz también de refrenar todo su cuerpo.” –Santiago 3:2